El pasado domingo fui con mis dos hijas al DKV Joventut-Iurbentia de Liga ACB. Y en el corto trayecto de Barcelona a Badalona, mientras conducía, me hice el ausente para poder escuchar la conversación que ambas –emocionadas como siempre por la perspectiva de vivir un partido en directo- mantenían sentadas en sus sillas y que, más o menos, se desarrolló en estos términos:
- ¿Tú eres de la Penya?
- Sí, claro, ¿tú no?
- Sí, sí, yo también. Pero es que si somos de Barcelona, ¿no tenemos que ser del Barça?
- Hombre, es que papá es de Badalona.
- Ya, pero nosotras somos de Barcelona…
- Sí, pero es que yo quiero ir con Ricky. También quería ir con Rudy, pero ya se ha ido.
- Hagamos una cosa: primero somos de la Penya y de Ricky y después del Barça, porque yo también quiero ir con Navarro…
- Vale. Pero entonces yo de tercer equipo soy de los Lakers, porque también voy con Pau…
A mis dos hijas, de diez años y medio y ocho y medio respectivamente, no se las puede elevar todavía a la categoría de aficionadas. Pero aún y así, ya en aquel mismo momento, mientras las escuchaba, me hice la siguiente pregunta: ¿podía aquella inocente conversación infantil servir de algún modo de referencia en -digámoslo así- términos de mercado?
No lo tenía claro. Pero ahora creo que probablemente sí, y no tanto como constatación de la realidad sino como análisis de una tendencia que nos puede acercar, quizás más que la unificación de reglamentos, a la concepción estadounidense del baloncesto: la primacía de la marca personal sobre la colectiva. Dicho de otro modo: la superioridad de la marca del jugador sobre la del club.
Así como en muchísimas otras cuestiones las teorías políticosociales chocan de forma palpable con la realidad, pienso que sí va habiendo indicios en el comportamiento de quienes en el futuro serán aficionados –o consumidores- de un proceso de asimilación de ese valor americano en concreto: la individualidad. Por supuesto que en el baloncesto estadounidense hay seguidores de los Lakers, de los Bulls y de los Spurs; pero es innegable que en realidad allí prácticamente todo gira en torno a la figura individual, ya no de los jugadores sino de solamente unos jugadores: los elegidos, las grandes estrellas, los cracks. En nuestro baloncesto –en el europeo- no es así; al menos no ha sido así hasta ahora. Pero a tenor de esos indicios –de los que la conversación de mis hijas es una simple anécdota ilustrativa- nada nos garantiza que no lo vaya a ser en el futuro.
Si el proceso se desarrolla en efecto en esa dirección a la que parece apuntar –y a la que apunta también, como comentamos semanas atrás, el proceso paralelo de unificación de los reglamentos-, el cambio puede ser de tal magnitud que provoque una verdadera revolución en nuestras estructuras. Aunque sea gradual. Porque no sólo el juego puede irse llevando hacia esa primacía de lo individual sobre lo colectivo –que es la diferencia básica, aunque conceptualmente simplificada- entre los dos baloncestos: la superdimensión del jugador por encima de la del equipo lo acaba abarcando todo.
Los clubes, nuestros clubes, siguen y seguirán existiendo, por supuesto. Pero poco a poco a su marca se le está superponiendo la del jugador, la del crack. Ahora ya es inviable pensar que se pueden vender camisetas de un equipo sin el dorsal y el nombre en la espalda de su estrella o una de sus estrellas; hasta no hace mucho, no sólo no era problema alguno sino que era lo normal. El equipo aún tiene peso, sí, pero parece como si cada vez menos. Y un baloncesto de jugadores en lugar de un baloncesto de clubes será –en prácticamente todo- diferente. Imposible saber hoy si mejor o peor, pero seguro que diferente.
Con un añadido más: en ese nuevo paradigma del baloncesto mundial, la identificación –que al fin y al cabo sería una identificación fundamentalmente personal- tendrá aún más valor. Lo está teniendo ya. Por eso –y sin menoscabo de otras razones más mundanas como los sistemas de competición, etc.- en este momento de esta hipotética transición los equipos con mayor capacidad mediática son los que lo tienen todo, es decir, las Selecciones: aún son equipos y representan señas de identidad por definición, pero además cuentan en sus filas no con una, dos o tres estrellas sino con doce, al menos con los doce teóricamente mejores de una misma y única comunidad, con los que la identificación individual, lógicamente, también es absoluta.
De momento, mis hijas han decidido ser de la Penya, del Barça y de los Lakers. Pero lo han decidido, al menos en parte, por Ricky, por Navarro y por Pau. Ya veremos dentro de unos años.
Eso sí: la única alineación que saben de memoria es la de los doce medallistas de plata del pasado agosto en Pekín. Con nombres y apellidos.
- ¿Tú eres de la Penya?
- Sí, claro, ¿tú no?
- Sí, sí, yo también. Pero es que si somos de Barcelona, ¿no tenemos que ser del Barça?
- Hombre, es que papá es de Badalona.
- Ya, pero nosotras somos de Barcelona…
- Sí, pero es que yo quiero ir con Ricky. También quería ir con Rudy, pero ya se ha ido.
- Hagamos una cosa: primero somos de la Penya y de Ricky y después del Barça, porque yo también quiero ir con Navarro…
- Vale. Pero entonces yo de tercer equipo soy de los Lakers, porque también voy con Pau…
A mis dos hijas, de diez años y medio y ocho y medio respectivamente, no se las puede elevar todavía a la categoría de aficionadas. Pero aún y así, ya en aquel mismo momento, mientras las escuchaba, me hice la siguiente pregunta: ¿podía aquella inocente conversación infantil servir de algún modo de referencia en -digámoslo así- términos de mercado?
No lo tenía claro. Pero ahora creo que probablemente sí, y no tanto como constatación de la realidad sino como análisis de una tendencia que nos puede acercar, quizás más que la unificación de reglamentos, a la concepción estadounidense del baloncesto: la primacía de la marca personal sobre la colectiva. Dicho de otro modo: la superioridad de la marca del jugador sobre la del club.
Así como en muchísimas otras cuestiones las teorías políticosociales chocan de forma palpable con la realidad, pienso que sí va habiendo indicios en el comportamiento de quienes en el futuro serán aficionados –o consumidores- de un proceso de asimilación de ese valor americano en concreto: la individualidad. Por supuesto que en el baloncesto estadounidense hay seguidores de los Lakers, de los Bulls y de los Spurs; pero es innegable que en realidad allí prácticamente todo gira en torno a la figura individual, ya no de los jugadores sino de solamente unos jugadores: los elegidos, las grandes estrellas, los cracks. En nuestro baloncesto –en el europeo- no es así; al menos no ha sido así hasta ahora. Pero a tenor de esos indicios –de los que la conversación de mis hijas es una simple anécdota ilustrativa- nada nos garantiza que no lo vaya a ser en el futuro.
Si el proceso se desarrolla en efecto en esa dirección a la que parece apuntar –y a la que apunta también, como comentamos semanas atrás, el proceso paralelo de unificación de los reglamentos-, el cambio puede ser de tal magnitud que provoque una verdadera revolución en nuestras estructuras. Aunque sea gradual. Porque no sólo el juego puede irse llevando hacia esa primacía de lo individual sobre lo colectivo –que es la diferencia básica, aunque conceptualmente simplificada- entre los dos baloncestos: la superdimensión del jugador por encima de la del equipo lo acaba abarcando todo.
Los clubes, nuestros clubes, siguen y seguirán existiendo, por supuesto. Pero poco a poco a su marca se le está superponiendo la del jugador, la del crack. Ahora ya es inviable pensar que se pueden vender camisetas de un equipo sin el dorsal y el nombre en la espalda de su estrella o una de sus estrellas; hasta no hace mucho, no sólo no era problema alguno sino que era lo normal. El equipo aún tiene peso, sí, pero parece como si cada vez menos. Y un baloncesto de jugadores en lugar de un baloncesto de clubes será –en prácticamente todo- diferente. Imposible saber hoy si mejor o peor, pero seguro que diferente.
Con un añadido más: en ese nuevo paradigma del baloncesto mundial, la identificación –que al fin y al cabo sería una identificación fundamentalmente personal- tendrá aún más valor. Lo está teniendo ya. Por eso –y sin menoscabo de otras razones más mundanas como los sistemas de competición, etc.- en este momento de esta hipotética transición los equipos con mayor capacidad mediática son los que lo tienen todo, es decir, las Selecciones: aún son equipos y representan señas de identidad por definición, pero además cuentan en sus filas no con una, dos o tres estrellas sino con doce, al menos con los doce teóricamente mejores de una misma y única comunidad, con los que la identificación individual, lógicamente, también es absoluta.
De momento, mis hijas han decidido ser de la Penya, del Barça y de los Lakers. Pero lo han decidido, al menos en parte, por Ricky, por Navarro y por Pau. Ya veremos dentro de unos años.
Eso sí: la única alineación que saben de memoria es la de los doce medallistas de plata del pasado agosto en Pekín. Con nombres y apellidos.
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