Traduce este Blog a: Inglés Francés Alemán Italiano Chino

lunes, 27 de julio de 2009

Dudas y transgresiones

Por la puntual información que Miguel Panadés nos está haciendo llegar desde San Sebastián, pero sobre todo por la pasión con que lo hace, es fácil adivinar que esas vacaciones y baloncesto en que se han convertido el Curso Superior y el Master de Especialización están siendo eso, verdaderamente apasionantes.

Es cierto que no se puede encontrar en el mundo de nuestro deporte una tertulia más apasionada y más inacabable que una tertulia de entrenadores. Eso que nos cuenta Miguel -un debate inverosímil para cualquier otro ser humano hasta las cuatro de la madrugada o una conversación más filosófica que otra cosa a la puerta de un ascensor que se abre y se cierra cien veces antes de llevarnos a la habitación- es el impagable plus que ofrecen citas como las de este curso.

Sea en un curso o en cualquier otra ocasión, a lo largo de mi carrera en nuestro mundo del baloncesto he tenido la oportunidad de participar en muchas de estas tertulias / debates, y en ninguna de ellas me he aburrido. Al contrario: nunca llega el momento de darlas por zanjadas aunque al final se esté ya dando vueltas sobre lo mismo y los ojos cayéndose de puro sueño.
Pero lo que sí echo en falta casi siempre es la duda, el cuestionamiento, incluso la trasgresión. Es algo hasta cierto punto comprensible, porque son los mismos entrenadores los que han ido tejiendo sobre sí mismos esa tela de conservadurismo, de cautela y a veces de cierta desconfianza que se deriva inevitablemente de ver las cosas desde el prisma más laboral que profesional y concluir que el resultado es no sé si lo más importante pero sí lo que más les interesa; quizás porque creen que es lo único que interesa a los demás.

No se les puede hacer muchos reproches en este sentido, porque las cosas son así y también porque el de nuestros entrenadores no es el único colectivo ni la única profesión a la que le cuesta dudar, cuestionarse y transgredir. Sin ir más lejos, una de esas tertulias de entrenadores debatiendo de baloncesto se parece mucho a una de periodistas discutiendo de periodismo.
Pero una cosa es no poder reprochar en exceso –ni a unos ni a otros- y otra muy diferente es no darse cuenta de que sin dudas, sin cuestionamientos ni transgresiones es muy difícil avanzar y crecer.

Ojalá en mi próxima tertulia con entrenadores se cuele algún revolucionario.

jueves, 23 de julio de 2009

El testamento de Michel

Supongo que como a muchos a mí también me ha pillado por sorpresa la noticia del fallecimiento de Michel Casamitjana, una de esas personas a las que conoces a lo largo de tantos años en el mundillo de nuestro deporte y del que te queda para siempre un recuerdo excelente aunque pasen años hasta que no los vuelves a ver.

Yo le conocí hace muchísimos, a través de su primo hermano José Antonio Arizaga, cuando una noche más que lluviosa en Orthez, después de un partido de la entonces Liga Europea, nos llevó a mí y a mi compañero Miguel Angel Forniés a cenar con el presidente del club francés, Pierre Seillant, un histórico del baloncesto europeo. (Miguel Angel, por cierto, ya tenía una vieja relación con Seillant, la verdad es que le conocían en media Europa)

Después, con el tiempo, a Michel lo solíamos encontrar de improviso en un Eurobasket, en una Final Four o en alguna otra cita, y era ya cuando abría su carpeta y te empezaba a reexplicar el partido que habías vista a base de números e interpretación de las estadísticas oficiales. Siempre buscando la interpretación perfecta, exacta, irrebatible. Una tarea poco menos que quimérica pero a la que se entregó a cara descubierta, sin darse nunca por vencido.

Mi última relación con Michel fue indirecta. Hace unos años, cuando nos lanzamos a la aventura de editar una biblioteca de libros sobre baloncesto, mi compañero Julián Felipo mantuvo con él un intenso intercambio de datos e ideas que incorporó a su trabajo Fórmulas para ganar. Ayer, cuando le envié un sms para comunicarle el fallecimiento de Michel, me explicó que hace apenas unos meses había recibido un dossier que el propio Casamitjana calificaba como su testamento; su testamento estadístico, claro. Algún día nos lo dará a conocer, por supuesto.

El que a mí me dejó no era ni de números ni de datos ni de baloncesto. A Michel Casamitjana le recordaré siempre porque la noche en que le conocí, hablando de todo un poco, me dijo: “Dentro de veinte años no será millonario quien tenga mucho dinero sino quien disponga de mucho tiempo”. Se lo recordé en 1999, en un autocar de la organización del Eurobasket, camino del Ominsports de Bercy.
Hasta siempre, amigo.

lunes, 13 de julio de 2009

Un día en el Valhala


QUEREMOS 100 (VIII)

Muchas veces me han preguntado cuál ha sido el mejor partido que he visto en directo. He visto muchísimos, por supuesto, pero siempre he tenido clara la respuesta. Los dos mejores partidos que he visto en directo fueron: uno, con 10.000 espectadores en las gradas en Atenas (la final del Eurobasket de 1987); otro, sin más público que la redacción de Nuevo Basket. Os voy a explicar éste.

Hace años, la FIBA convocaba de vez en cuando una Selección Europea. Reunía a un grupo de los mejores jugadores del momento, habitualmente para participar en partidos de homenaje a un jugador que se retiraba. Una de aquellas convocatorias se produjo en 1982, recién acabada la temporada tras la celebración del Mundobasket en Colombia.

Como seleccionador, la FIBA nombró a Antonio Díaz Miguel, y como ayudante, al entonces soviético Alexander Gomelski; el Zorro Plateado le llamábamos, por el color de su ya escaso pelo. Antonio, como en aquella época hacía con la selección española antes de cada campeonato, concentró al equipo a 20 kilómetros de Barcelona, en Castelldefels, en el hotel Playafels, que tenía una pista de medidas reglamentarias a pie de playa. Allí pasamos durante muchos años innumerables horas con nuestra selección, presenciando todos sus entrenamientos, codeándonos con los jugadores, compartiendo chapuzones y jugando -al acabar los entrenamientos de Antonio, que ejercía siempre de perfecto anfitrión- partidillos inolvidables.

Y allí nos fuimos un día también esta vez, para vivir en directo una jornada nada menos que con los mejores jugadores de Europa, sin la tensión previa a un gran campeonato sino en un ambiente prácticamente de vacaciones. Había que llenar unas cuantas páginas de la revista de la siguiente semana…

Por la mañana, Antonio dirigió un entrenamiento suavecito, sin grandes pretensiones, simplemente para mantener la forma. Después pasamos todos un buen rato en la playa, riéndonos de Gomelski, al que se le iban los ojos detrás de jovencitas en top less. Y una vez duchados, a la mesa.

Antonio, siempre que nos encontrábamos todos en el Playafels, encargaba una paella. Aquel día se nos unieron Aíto y Manel Comas, quienes habían aparecido también por allí. La sobremesa, también como siempre, fue eterna, pero nos pasó volando, debatiendo, discutiendo, criticando, lanzando ideas, soñando proyectos... Era la época en la que el baloncesto español empezaba a replantearse sus estructuras, su futuro, una época en la que todos (bueno, todos menos Díaz Miguel) anhelábamos una Liga como en aquel entonces tenían ya en Italia: con dos americanos por equipo y playoff...

Y llegó la hora del entrenamiento de la tarde, una vez los jugadores habían cumplimentado su ratito de siesta. Fue entonces cuando nos sentimos en el paraíso.

Antonio se limitó a organizar dos equipos con los diez jugadores que tenía disponibles. Por un lado jugaron Corbalán, Epi, Dalipagic, De la Cruz y Jerkov; por otro, Marzorati, Berkovitz, Mishkyn, Kropilak y Tkachenko. Podía haber habido alguno más, pero eran la creme de la creme del baloncesto europeo de aquel momento. Gomelski lanzó el balón al aire y... ¡fue maravilloso! El partidillo debió durar una media hora, pero fue algo inenarrable: todo imaginación, creatividad, riesgo, pases de orfebrería, mates artísticos, tiros sin miedo a fallar, escasa predisposición a destruir, rienda suelta al talento. Y nosotros, sentados en los banquillos, con la boca abierta. Fue una media hora de museo, de película, de todo lo que ustedes quieran, y más.

Cuando acabó casi nos tuvieron que despertar. Habíamos asistido a un espectáculo que difícilmente íbamos a poder presenciar nunca más en nuestras vidas, el mejor ejemplo posible de creatividad, clase, técnica, recursos y belleza plástica de este bendito juego llamado baloncesto.

DE AQUELLOS DIEZ SUPERCRACKS, el yugoslavo Jerkov (quien años después jugó en el Scavolini) era el más serio, el menos dicharachero. Su compatriota Drazen Dalipagic, uno de los mejores tiradores de la historia del baloncesto continental, acababa de fichar por el Real Madrid, pero sólo para jugar la Copa de Europa. En aquellos años, en la Liga se podía alinear un solo extranjero por equipo, y en la plantilla madridista ocupaba esa plaza el base-escolta bosnio Mirza Delibasic, probablemente el mejor jugador que he visto en directo: excelente pasador, mortífero tirador, una técnica individual exquisita. En aquellos días en Castelldefels, Dalipagic estaba interesado también en seguir el Mundial de fútbol, que se estaba jugando precisamente en España. Por la tarde estuvimos un rato viendo por televisión un Perú-Camerún, hasta que Dalipagic se hartó. “Yo lo haría mejor”, dijo, y se fue. Lógico: el gran Drazen era de los que reconocía que aunque sabía que había que defender, a él lo que le gustaba era atacar. Y tirar. Y meterlas, claro, porque las metía. En algunos partidos parecía infalible.

Corbalán, Epi y De la Cruz ejercían de anfitriones, se desvelaban por que el resto de seleccionados tuvieran en nuestro país un buen trato y se fueran contentos. Y lo conseguían.
Marzorati era la técnica personificada; el ruso Mishkyn era el que tenía más talento innato: era un alero de 2.07 (algo poco común en aquella época) de movimientos felinos, un dominio del balón extraordinario. Habría podido destacar en la NBA, pero tenía un defecto: era un poco vago. “No me gustan las tácticas ni los sistemas, los entrenamientos son aburridos, yo sólo disfruto jugando”, me aseguró cuando, antes de irnos, le hice una entrevista. Era un jugador genial. Le encantaba Elton John y, como la mayoría de jugadores internacionales soviéticos de la época, jugaba en el TsSKA (así se escribía entonces el equipo del ejército) y era militar de teórica profesión: “Soy capitán, pero hace años que no piso un cuartel”, nos dijo.

Otro genio era el israelí Micky Berkovitz, un alero de muchísima clase, también excelente tirador, pero sobre todo un maestro en culminar contraataques con bandejas de oro. Otro de los jugadores que me encantaba ver jugar. Que yo recuerde, fue uno de los primeros europeos que se apuntó a un training camp de la NBA. Fue en 1979, invitado por el entonces entrenador de los Atlanta Hawks Hubie Brown. Berkovitz llegó a firmar un contrato con los Hawks (también pretendían ficharle los New Jersey Nets), pero el Maccabi, con el que estaba comprometido, le amenazó con una denuncia en los tribunales si se quedaba en Estados Unidos. Aquel mismo verano en que le vimos en Castelldefels recibió una oferta para enrolarse en las filas de la prestigiosa universidad de UCLA, pero entonces fue él mismo quien prefirió seguir en el Maccabi.

El checo Kropilak era también muy bueno, un pívot de 2.12 capaz de cruzar la pista botando como un base.

Y estaba Vladimir Tkachenko, el gran gigante de la época. Un tipo retraído, poco parlanchín (porque sólo hablaba ruso) pero muy simpático y dispuesto a agradar a todo el mundo, y con cara de no haber roto nunca un plato.

Mención especial para Gomelski, el eterno seleccionador de la Unión Soviética, que era uno de los personajes de aquellos años más enamorados de nuestro país. Le gustaba vivir bien, y cuando estaba aquí vivía muy bien. Era, junto a Díaz Miguel, uno de los grandes protagonistas del basket europeo. También le hicimos una entrevista, en la que nos soltó esta frase: “El basket es el basket: lo más grande que existe”.

Joan Cerdà, que es –o al menos lo era hace tantos años- un lector compulsivo de literatura mitológica, tituló el reportaje que después escribimos entre todos Un día en el Valhala. Según nos explicó él mismo, el Valhala es, en la mitología nórdica, el palacio en el que el dios Odín se reunía con sus héroes para celebrar grandes festines (o algo así, que yo de mitología estoy más que pez..) Nuestro festín aquel día en Castelldefels -paella aparte- fue del mejor y más despreocupado baloncesto posible, un excepcional paréntesis entre tantos partidos de veradera y dura competición. En fin, un día del todo inolvidable.

Por cierto: aquella Selección Europea jugó dos partidos de celebración del 50 aniversario de la fundación de la FIBA, contra una selección de los mejores jugadores universitarios del momento de Estados Unidos, entre ellos un tal Magic Johnson. Europa ganó los dos partidos: el primero, en Ginebra, por 111-92; el segundo, en Budapest, por 103-88.


LA FOTO CORRESPONDE A AQUEL DÍA, LA SACÓ PINOTTI. AHÍ ESTOY CON TCKACHENKO Y MIGUEL ANGEL FORNIÉS. LA IMAGEN ERA MÁS APAISADA, AL OTRO LADO DE TCKACHENKO ESTABA JOAN CERDA, PERO AL VERTICALIZARLA -NO RECUERDO POR QUÉ- NOS LO COMIMOS A ÉL...

miércoles, 1 de julio de 2009

Canteras

La reciente elección de tres de nuestros jugadores en el draft de la NBA -y en especial el complicado proceso en que ha derivado la aparición de Ricky Rubio en el puesto número 5- ha reavivado cierto debate sobre la correlación de fuerzas del baloncesto mundial respecto al profesional estadounidense en un mundo –el del baloncesto europeo- que si por algo se ha caracterizado en los últimos años desde Europa ha sido por abanderar el movimiento de apertura de fronteras, y aplicarlo de forma indiscutible. El debate -si es que realmente lo hay, que ojalá- lo han resumido entrenadores de alto nivel como Aíto y Messina en el concepto “Europa no puede ser la cantera de la NBA”.

Antes que nada, repasemos algunos datos:
En el reciente draft aparecieron elegidos 13 jugadores procedentes de equipos europeos. De ellos, dos jóvenes estadounidenses (Brandon Jennings y Patrick Beverley) que han jugado en Europa por diversos motivos; otros tres –europeos de pura cepa- procedentes no de su país de origen sino en otro baloncestística y económicamente más potente: el sueco Jerebco en Italia, el holandés Norel en España y el esloveno Preldzic en Turquía; y un joven africano captado como promesa: el congoleño Eyenga, como Norel, en Badalona.

Al margen de si estos u otros acaban finalmente algún día en la NBA, es evidente que la nómina de extranjeros en la competición de referencia mundial va aumentando año a año, pero aunque la sensación sea otra, lo cierto es que lo hace de forma relativamente controlada: de los 438 jugadores que han jugado esta última temporada en la NBA, sólo eran extranjeros 75, un porcentaje que apenas sobrepasa el 17%, muy lejos de lo que ocurre en las competiciones europeas, en algunas de las cuales ese porcentaje roza, o sobrepasa –y desde hace ya bastantes años- el 50%.

Las cosas no parecen pues tan simples, de modo que ese “Europa no puede ser la cantera de la NBA”, más que un concepto limitado al mundo de nuestro deporte en realidad parece tener un alcance filosófico o socioeconómico, pero en cualquier caso chocante con la realidad, la actual, la pasada y probablemente la futura: el pez grande se come al chico. Lo que traducido al baloncesto significa que los países más potentes se llevan a los mejores jugadores de los países o continentes menos potentes, que los clubes más potentes se llevan a los jugadores de los clubes menos potentes o que los clubes menos potentes se nutren de jugadores de clubes aun menos potentes o, ya en última instancia, de colegios.

¿Puede acabar el baloncesto con ello?, ¿puede evitar el baloncesto europeo que la NBA se le lleve jugadores? Por varias razones, parece ciertamente difícil. En cambio, sí parece posible que el baloncesto europeo se dote de mecanismos y estructuras que consigan que el hecho de que la NBA se lleve de aquí jugadores no suponga un perjuicio gravísimo cuando no el colapso. Se requieren, eso sí, mecanismos y estructuras con cierto nivel de proteccionismo, concepto del que el baloncesto europeo ha estado huyendo con contumacia en la última década.

Un mecanismo ya funciona: las cláusulas de rescisión. Con ellas al menos se consigue que del mal, el menos. No evita que los jugadores se vayan –y en bastantes casos, además, lo hacen con un elevado riesgo económico-, pero antes de hacerlo, con una exigua ayuda de las franquicias NBA, pasan por caja. Pero esa compensación económica –ni siquiera la más elevada-, no evita que esos jugadores dejen un hueco muy difícil de llenar. O imposible.

Y así llegamos a lo que verdaderamente sí sería una revolución: la recuperación en Europa de las canteras propias. Formar muchos más jugadores de los que formamos ahora, o darles muchas más oportunidades en nuestro máximo nivel competitivo, seguiría sin poder evitar que los grandes se vayan a la NBA pero al ya efectivo ingreso de las cláusulas añadiría un efecto positivo más: tendríamos muchos más recambios. Y ya se sabe que de la cantidad acaba surgiendo la calidad.

Francamente, creo que sería la mejor solución. Y probablemente también la más rentable.