“Todos los mensajes que estoy recibiendo hablan de sentimientos y de emociones, más que de baloncesto”. Así me definía por teléfono desde Pekín nuestro director deportivo, Angel Palmi, los momentos de plena satisfacción histórica que estábamos viviendo tras la gran final de los Juegos Olímpicos. Y de eso, de sentimientos y emociones, están hechos los numerosos mensajes que a lo largo de las horas y los días posteriores fuimos recogiendo en esta página; y también con sentimientos y emociones se han escrito los muchísimos artículos que desde entonces hemos podido leer. De modo que si tantísima gente, si la gran mayoría de aficionados e incluso de profesionales, ha valorado la medalla de plata olímpica a partir de sentimientos y emociones, es que en el baloncesto los sentimientos y las emociones cuentan. Y no poco.
¿Es posible que esto suceda en pleno siglo XXI, cuando al parecer el mundo iba a ser definitivamente plano, sin fronteras ni identidades? Y si es posible, y real, ¿no será que el mundo no es definitivamente plano y que las identidades, lejos de haberse diluido, siguen siendo uno de los factores a partir de los cuales definir nuestra sociedad, y por tanto también el mundo del deporte, del baloncesto?
El baloncesto europeo con el que ahora convivimos durante toda la temporada es en gran medida fruto de un proceso iniciado hace ya década y media larga. Una de las premisas fundamentales de aquel proceso era la suposición de que la sociedad moderna no sabía ya –y cada vez sabría menos- de identidades. En base a ello, los clubes en general no vieron inconveniente alguno en ir transformando sus plantillas, de forma paulatina, en auténticos conglomerados de pasaportes. En apenas unos años, el baloncesto se extranjerizó –no sólo en nuestro país- porque, rezaba la teoría, “al aficionado no le preocupa que los jugadores sean españoles o extranjeros, lo que quiere es que sean buenos, los mejores posibles”.
Ahora ya tenemos la suficiente perspectiva como para poder afirmar con datos en la mano que no está claro que haya sido y sea así. Y aunque no es éste espacio ni momento para analizar a fondo las consecuencias del proceso que ha llevado hasta el baloncesto europeo de clubes de 2008 –en el que, además, se está debatiendo sobre el al parecer inminente cierre de una competición como la Euroliga-, no podemos pasar por alto la evidencia de que el deporte de selecciones, y el baloncesto en concreto, sigue provocando sentimientos y emociones, y que ello se traduce cada año, invariablemente, en los mejores índices de audiencia mediática; y no sólo aquí, porque del resto de países nos llegan datos, si no idénticos, sí muy similares. Dicho de otro modo: hoy por hoy, el único modelo de baloncesto en Europa verdaderamente mediático –o lo que es lo mismo: con real capacidad de negocio- es el baloncesto de selecciones. Que haya sido éste el único modelo inalterado en las últimas décadas puede no ser casual.
Es algo importantísimo a tener en cuenta, sobre todo en estos momentos en los que de nuevo se elucubra sobre esa hipotética NBA Europea o algún modelo más o menos asimilable, porque se podría acabar llegando a la conclusión de que la mejor competición posible de baloncesto en Europa sería una competición de selecciones. Con qué fórmula, con qué calendario, cómo se debería complementar con las ligas nacionales, las competiciones internacionales de clubes o la NBA, son cuestiones, como muchas otras que van sin duda a surgir, más que interesantes para empezar a debatir.
(Todavía con el eco de la medalla de plata resonándonos a todos, de sentimientos y emociones también hablaron los propios jugadores, los grandes protagonistas que dan verdaderamente mayor valor a esos conceptos. Pau Gasol: “Lo que siento jugando con la Selección no lo he sentido con ningún club”. Ricky Rubio: “La Selección es como una familia”. Jorge Garbajosa: “Esto no se puede acabar porque es maravilloso”)
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