QUEREMOS 100 (VIII)
Muchas veces me han preguntado cuál ha sido el mejor partido que he visto en directo. He visto muchísimos, por supuesto, pero siempre he tenido clara la respuesta. Los dos mejores partidos que he visto en directo fueron: uno, con 10.000 espectadores en las gradas en Atenas (la final del Eurobasket de 1987); otro, sin más público que la redacción de Nuevo Basket. Os voy a explicar éste.
Hace años, la FIBA convocaba de vez en cuando una Selección Europea. Reunía a un grupo de los mejores jugadores del momento, habitualmente para participar en partidos de homenaje a un jugador que se retiraba. Una de aquellas convocatorias se produjo en 1982, recién acabada la temporada tras la celebración del Mundobasket en Colombia.
Como seleccionador, la FIBA nombró a Antonio Díaz Miguel, y como ayudante, al entonces soviético Alexander Gomelski; el Zorro Plateado le llamábamos, por el color de su ya escaso pelo. Antonio, como en aquella época hacía con la selección española antes de cada campeonato, concentró al equipo a 20 kilómetros de Barcelona, en Castelldefels, en el hotel Playafels, que tenía una pista de medidas reglamentarias a pie de playa. Allí pasamos durante muchos años innumerables horas con nuestra selección, presenciando todos sus entrenamientos, codeándonos con los jugadores, compartiendo chapuzones y jugando -al acabar los entrenamientos de Antonio, que ejercía siempre de perfecto anfitrión- partidillos inolvidables.
Y allí nos fuimos un día también esta vez, para vivir en directo una jornada nada menos que con los mejores jugadores de Europa, sin la tensión previa a un gran campeonato sino en un ambiente prácticamente de vacaciones. Había que llenar unas cuantas páginas de la revista de la siguiente semana…
Por la mañana, Antonio dirigió un entrenamiento suavecito, sin grandes pretensiones, simplemente para mantener la forma. Después pasamos todos un buen rato en la playa, riéndonos de Gomelski, al que se le iban los ojos detrás de jovencitas en top less. Y una vez duchados, a la mesa.
Antonio, siempre que nos encontrábamos todos en el Playafels, encargaba una paella. Aquel día se nos unieron Aíto y Manel Comas, quienes habían aparecido también por allí. La sobremesa, también como siempre, fue eterna, pero nos pasó volando, debatiendo, discutiendo, criticando, lanzando ideas, soñando proyectos... Era la época en la que el baloncesto español empezaba a replantearse sus estructuras, su futuro, una época en la que todos (bueno, todos menos Díaz Miguel) anhelábamos una Liga como en aquel entonces tenían ya en Italia: con dos americanos por equipo y playoff...
Y llegó la hora del entrenamiento de la tarde, una vez los jugadores habían cumplimentado su ratito de siesta. Fue entonces cuando nos sentimos en el paraíso.
Antonio se limitó a organizar dos equipos con los diez jugadores que tenía disponibles. Por un lado jugaron Corbalán, Epi, Dalipagic, De la Cruz y Jerkov; por otro, Marzorati, Berkovitz, Mishkyn, Kropilak y Tkachenko. Podía haber habido alguno más, pero eran la creme de la creme del baloncesto europeo de aquel momento. Gomelski lanzó el balón al aire y... ¡fue maravilloso! El partidillo debió durar una media hora, pero fue algo inenarrable: todo imaginación, creatividad, riesgo, pases de orfebrería, mates artísticos, tiros sin miedo a fallar, escasa predisposición a destruir, rienda suelta al talento. Y nosotros, sentados en los banquillos, con la boca abierta. Fue una media hora de museo, de película, de todo lo que ustedes quieran, y más.
Cuando acabó casi nos tuvieron que despertar. Habíamos asistido a un espectáculo que difícilmente íbamos a poder presenciar nunca más en nuestras vidas, el mejor ejemplo posible de creatividad, clase, técnica, recursos y belleza plástica de este bendito juego llamado baloncesto.
DE AQUELLOS DIEZ SUPERCRACKS, el yugoslavo Jerkov (quien años después jugó en el Scavolini) era el más serio, el menos dicharachero. Su compatriota Drazen Dalipagic, uno de los mejores tiradores de la historia del baloncesto continental, acababa de fichar por el Real Madrid, pero sólo para jugar la Copa de Europa. En aquellos años, en la Liga se podía alinear un solo extranjero por equipo, y en la plantilla madridista ocupaba esa plaza el base-escolta bosnio Mirza Delibasic, probablemente el mejor jugador que he visto en directo: excelente pasador, mortífero tirador, una técnica individual exquisita. En aquellos días en Castelldefels, Dalipagic estaba interesado también en seguir el Mundial de fútbol, que se estaba jugando precisamente en España. Por la tarde estuvimos un rato viendo por televisión un Perú-Camerún, hasta que Dalipagic se hartó. “Yo lo haría mejor”, dijo, y se fue. Lógico: el gran Drazen era de los que reconocía que aunque sabía que había que defender, a él lo que le gustaba era atacar. Y tirar. Y meterlas, claro, porque las metía. En algunos partidos parecía infalible.
Corbalán, Epi y De la Cruz ejercían de anfitriones, se desvelaban por que el resto de seleccionados tuvieran en nuestro país un buen trato y se fueran contentos. Y lo conseguían.
Marzorati era la técnica personificada; el ruso Mishkyn era el que tenía más talento innato: era un alero de 2.07 (algo poco común en aquella época) de movimientos felinos, un dominio del balón extraordinario. Habría podido destacar en la NBA, pero tenía un defecto: era un poco vago. “No me gustan las tácticas ni los sistemas, los entrenamientos son aburridos, yo sólo disfruto jugando”, me aseguró cuando, antes de irnos, le hice una entrevista. Era un jugador genial. Le encantaba Elton John y, como la mayoría de jugadores internacionales soviéticos de la época, jugaba en el TsSKA (así se escribía entonces el equipo del ejército) y era militar de teórica profesión: “Soy capitán, pero hace años que no piso un cuartel”, nos dijo.
Otro genio era el israelí Micky Berkovitz, un alero de muchísima clase, también excelente tirador, pero sobre todo un maestro en culminar contraataques con bandejas de oro. Otro de los jugadores que me encantaba ver jugar. Que yo recuerde, fue uno de los primeros europeos que se apuntó a un training camp de la NBA. Fue en 1979, invitado por el entonces entrenador de los Atlanta Hawks Hubie Brown. Berkovitz llegó a firmar un contrato con los Hawks (también pretendían ficharle los New Jersey Nets), pero el Maccabi, con el que estaba comprometido, le amenazó con una denuncia en los tribunales si se quedaba en Estados Unidos. Aquel mismo verano en que le vimos en Castelldefels recibió una oferta para enrolarse en las filas de la prestigiosa universidad de UCLA, pero entonces fue él mismo quien prefirió seguir en el Maccabi.
El checo Kropilak era también muy bueno, un pívot de 2.12 capaz de cruzar la pista botando como un base.
Y estaba Vladimir Tkachenko, el gran gigante de la época. Un tipo retraído, poco parlanchín (porque sólo hablaba ruso) pero muy simpático y dispuesto a agradar a todo el mundo, y con cara de no haber roto nunca un plato.
Mención especial para Gomelski, el eterno seleccionador de la Unión Soviética, que era uno de los personajes de aquellos años más enamorados de nuestro país. Le gustaba vivir bien, y cuando estaba aquí vivía muy bien. Era, junto a Díaz Miguel, uno de los grandes protagonistas del basket europeo. También le hicimos una entrevista, en la que nos soltó esta frase: “El basket es el basket: lo más grande que existe”.
Joan Cerdà, que es –o al menos lo era hace tantos años- un lector compulsivo de literatura mitológica, tituló el reportaje que después escribimos entre todos Un día en el Valhala. Según nos explicó él mismo, el Valhala es, en la mitología nórdica, el palacio en el que el dios Odín se reunía con sus héroes para celebrar grandes festines (o algo así, que yo de mitología estoy más que pez..) Nuestro festín aquel día en Castelldefels -paella aparte- fue del mejor y más despreocupado baloncesto posible, un excepcional paréntesis entre tantos partidos de veradera y dura competición. En fin, un día del todo inolvidable.
Por cierto: aquella Selección Europea jugó dos partidos de celebración del 50 aniversario de la fundación de la FIBA, contra una selección de los mejores jugadores universitarios del momento de Estados Unidos, entre ellos un tal Magic Johnson. Europa ganó los dos partidos: el primero, en Ginebra, por 111-92; el segundo, en Budapest, por 103-88.
LA FOTO CORRESPONDE A AQUEL DÍA, LA SACÓ PINOTTI. AHÍ ESTOY CON TCKACHENKO Y MIGUEL ANGEL FORNIÉS. LA IMAGEN ERA MÁS APAISADA, AL OTRO LADO DE TCKACHENKO ESTABA JOAN CERDA, PERO AL VERTICALIZARLA -NO RECUERDO POR QUÉ- NOS LO COMIMOS A ÉL...